domingo, 1 de diciembre de 2013

Si algo necesitamos en este tiempo histórico es un poco de esperanza. Es lo que, la Iglesia, podemos y debemos ofrecer. Y, esa esperanza, no de bajo precio. Mucho menos se consigue o se alcanza en los escaparates que nos rodean. Nuestra esperanza tiene un nombre y un centro: Jesús. El ADVIENTO nos incita a la espera. A levantar el ánimo y la cabeza. En definitiva, el Adviento, nos recuerda que –aun teniendo los pies en la tierra- hemos de prepararnos a la venida del Señor que viene del cielo.
1. ¿Qué nos puede ocurrir a la hora de situarnos ante al Adviento?
Primero: que lo vivamos rutinariamente. Sin más trascendencia que el esperar a unas fiestas que pueden resultar agobiantes, machaconas, banales y hasta estériles. Ello nos llevará, no solamente a tener unas almas a la intemperie sino, además, a la cruda realidad de unos bolsillos vacíos. ¿Queremos esta falsa esperanza? Me imagino que no. ¿Queremos una cesta de la compra llena o un corazón colmado de Dios? Bonita frase la de Papa Francisco en la clausura del Año de la Fe: “hay que colocar en el centro, de nuevo, a Cristo”. Y, para ello, habrá que barrer todo aquello que nos produce desasosiego.
Segundo: podemos entender estas semanas de adviento, como el pregón de unos días en los que, las tradiciones o el folklore, juegan un papel importante en muchos lugares de nuestro orbe cristiano, pero sin más consecuencia u objetivo que el mantener algo que, hace tiempo, dejó de tener vigencia. El adviento, y no lo olvidemos, tiene un gran calado: prepararnos al acontecimiento del amor de Dios en Belén.
Y tercero: adentrarnos en el Adviento es desear a voz en grito, que Dios descienda a la tierra. Es querer una realidad distinta a la que nos toca vivir. Es añorar para nuestro mundo una mano que enderece lo torcido. Es mirar hacia el cielo pidiendo a Dios que se manifieste en medio de nosotros. ¡Este es el momento que tenemos que vivir! El Año de la Fe nos ha tenido que dejar una cosa muy clara: los cristianos cimentados en Cristo hemos de ser esperanza allá donde nos encontremos.
2. Hoy, como en los tiempos de Jesús, la fe, estos tiempos “mesiánicos” en los que vivimos, necesitan gente audaz y despierta. Hay una muchedumbre atontada por el cloroformo de lo inmediato; por la anestesia de la apariencia, del “san comercio”, del “san consumo” o del “san bebercio”. ¿Dónde estamos nosotros? ¿Cómo nos vamos a preparar a la llegada del Señor?
Pronto, los Obispos y algunos medios de comunicación social (estos últimos muy interesados por cierto) nos recordarán que las Navidades están secularizadas; que la gente vive esos días con puro afán consumista; que hemos perdido el sentido más profundo y genuino de la Navidad.
3.-No seamos tan pesimistas. Hay muchísima gente; miles de familias, millones de hombres y de mujeres –en España y en el mundo entero- que son (somos) personas con esperanza. Que apetecen encontrarse a Jesús en el camino de sus vidas. Mejor dicho: el encontrarse con Cristo ha sido la mejor noticia y el mejor regalo de toda su existencia.
Por ello, aunque no nos falten preocupaciones; aunque asome el maligno en forma de tentación y de abandono; aunque la fe –en algunos hermanos nuestros haya perdido vigor- nosotros estamos llamados a vivir este momento de fe y de gracia, de espera y de oración, de vigilancia y de despertar.
4.- Estamos en Adviento, amigos, y hay que recobrar el ánimo perdido. Un cristiano sin esperanza es como una habitación sin luz; como un paisaje sin horizonte; como un cielo sin estrellas. Como una Navidad, con muchas luces, pero artificial. Y, esto, no es poesía. ¡Es que es verdad! Tal vez es necesario menos luces fuera…y más luz divina dentro.
El presente que vivimos necesita de rostros iluminados por la alegría de creer. ¡Más vale un cristiano contento que mil indicaciones para que la gente se acerque al Señor! ¡Más vale un cristiano aventurero, entusiasta y buscador de Dios que un cúmulo de preceptos que, de entrada, serán más obstáculo que trampolín para zambullirse en el corazón de Cristo!
¡Dios viene! Y, eso, es lo sustancial. Pongamos en la mesilla de nuestra casa el “despertador”. Que cuando venga, nos encuentre preparados.
¡Dios viene! Que nos encuentre, por lo menos, esperándole, evocándole y –sobre todo- dando testimonio de su presencia.
Hagamos ambiente cristiano allá donde estemos. ¡Qué momento! ¡Pero qué momento nos espera por vivir! ¡Dios viene…y además pequeño!
¿Queremos vivirlo así?

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