sábado, 23 de julio de 2011

María, indica el camino hacia la unión plena con Dios


Juan Pablo II profundizó en la fuerza que puede infundir en un corazón azorado la figura de la Virgen.
Autor: SS Juan Pablo II | Fuente: Catholic.net
En medio de las dificultades de la vida, el cristiano cuenta con una ayuda única: la figura de la Madre de Dios «que indica el camino, es decir, Cristo, único mediador que lleva en plenitud al Padre».

Juan Pablo II profundizó en la fuerza que puede infundir en un corazón azorado la figura de la Virgen.

Al levantar la mirada hacia su imagen, explicó el Santo Padre, «podemos afirmar que María, junto a su Hijo, es la imagen más perfecta de la libertad y de la liberación de la humanidad y del cosmos».



Queridos hermanos

Recordemos una de las páginas más conocidas del Apocalipsis de Juan. En la mujer encinta, que da a luz un hijo, ante un dragón rojo como la sangre enfurecido con ella y con el que ha engendrado, la tradición cristiana, litúrgica y artística, ha visto la imagen de María, la madre de Cristo. Sin embargo, según la intención original del autor sagrado, si el nacimiento del niño representa la venida del Mesías, la mujer personifica evidentemente al pueblo de Dios, es decir, el Israel bíblico, o sea, la Iglesia. La interpretación mariana no está en contraste con el sentido eclesial del texto, ya que María es «figura de la Iglesia» (Lumen Gentium, 63; cf. San Ambrosio, «Expos. Lc», II, 7).

En lo profundo de la comunidad fiel aparece por tanto el perfil de la Madre del Mesías. Contra María y la Iglesia se levanta el dragón, que evoca a Satanás y el mal, como lo indica la simbología del Antiguo Testamento: el color rojo es signo de guerra, de masacre, de sangre derramada; las «siete cabezas» coronadas indican un poder inmenso; mientras que los «diez cuernos» evocan la fuerza impresionante de la bestia, descrita por el profeta Daniel (cf. 7,7), imagen también del poder prevaricador que amenaza a la historia.

El bien y el mal, por tanto, se enfrentan. María, su Hijo y la Iglesia representan la aparente debilidad y pequeñez del amor, de la verdad, de la justicia. Contra ellos se desencadena la monstruosa energía devastadora de la violencia, de la mentira, de la injusticia. Pero el canto que sella el pasaje nos recuerda que el veredicto definitivo es confiado a «la salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo» (Apocalipsis 12, 10).

Ciertamente en el tiempo de la historia, la Iglesia puede verse obligada a refugiarse en el desierto, como el antiguo Israel en marcha hacia la tierra prometida. El desierto, entre otras cosas, es el refugio tradicional de los perseguidos, es el ámbito secreto y sereno donde se ofrece la protección divina (cf. Génesis 21, 14-19; 1Reyes 19,4-7). Ahora bien, en este refugio la mujer permanece sólo durante un período de tiempo limitado, como subraya el Apocalipsis (cf. 12,6.14). El tiempo de la angustia, de la persecución, de la prueba no es, por tanto, definitivo: al final, vendrá la liberación y será la hora de la gloria.

Contemplando este misterio desde una perspectiva mariana, podemos afirmar que «María, junto a su Hijo, es la imagen más perfecta de la libertad y de la liberación de la humanidad y del cosmos. La Iglesia deber mirar hacia ella, que es su madre y modelo, para comprender el sentido de su propia misión en plenitud» (Congregación para la Doctrina de la Fe, «Libertatis conscientia», 22-3-1986, n. 97; cf. «Redemptoris Mater», 37).

Fijemos, entonces, nuestra mirada en María, imagen de la Iglesia peregrina en el desierto de la historia, que se dirige a la meta gloriosa de la Jerusalén celeste, donde resplandecerá como Esposa del Cordero, Cristo Señor. La Iglesia de Oriente honra a la Madre de Dios como la «Odiguitria», la que «indica el camino», es decir, Cristo, único mediador que lleva en plenitud al Padre. Un poeta francés ve en ella «la criatura en su estado original y en su lozanía final, como surgió de Dios en la mañana de su esplendor original» (Paul Claudel, «La Vierge à midi», editorial Pléiade, página 540).

En su inmaculada concepción, María es el modelo perfecto de la criatura humana, llena desde el inicio de esa gracia divina que sostiene y transfigura a la criatura (cf. Lucas 1, 28), que escoge siempre, en su libertad, el camino de Dios. De este modo, en su gloriosa asunción al cielo, María, es la imagen de la criatura llamada por Cristo resucitado a alcanzar, al final de la historia, la plenitud de la comunión con Dios en la resurrección a una eternidad bienaventurada. Para la Iglesia, que experimenta con frecuencia el peso de la historia y el asedio del mal, la Madre de Cristo es el emblema luminoso de la humanidad redimida y abrazada por la gracia que salva.

La meta última de la vicisitud humana llegará cuando «Dios sea todo en todo» (1 Corintios 15, 28) y, como anuncia el Apocalipsis, cuando «el mar deje de existir» (21, 1), para explicar que el signo del caos destructor y del mal será finalmente eliminado. Entonces la Iglesia se presentará ante Cristo como «como una novia ataviada para su esposo» (Apocalipsis 21, 2). Esa será la hora de la intimidad y del amor sin fisuras. Pero ya desde ahora, al mirar a la Virgen elevada al cielo, la Iglesia comienza a experimentar la alegría que le será ofrecida en plenitud al final de los tiempos.

En la peregrinación de fe a través de la historia, María acompaña a la Iglesia como «modelo de la comunión eclesial en la fe, en la caridad y en la unión con Cristo. Eternamente presente en el misterio de Cristo, ella está, en medio de los apóstoles, en el corazón mismo de la Iglesia naciente y de la Iglesia de todos los tiempos. Efectivamente, "la Iglesia fue congregada en el cenáculo con María, que era la Madre de Jesús, y con sus hermanos. No se puede, por tanto, hablar de Iglesia si no está presente María, la Madre del Señor, con sus hermanos» (Congregación para la Doctrina de la Fe, «Communionis notio», 28-5-1992, n. 19; cf. San Cromacio de Aquileya, «Sermo» 30, 1).

Cantemos, entonces, nuestro himno de alabanza a María, imagen de la humanidad redimida, signo de la Iglesia que vive en la fe y en el amor, anticipando la plenitud de la Jerusalén celeste. «El genio poético de san Efrén el Sirio, llamado "la cítara del Espíritu Santo", ha cantado incansablemente a María, dejando una impronta todavía presente en toda la tradición de la Iglesia siríaca» («Redemptoris Mater», 31). Es él quien presenta a María como imagen de belleza: «Ella es santa en su cuerpo, bella en su espíritu, pura en sus pensamientos, sincera en su inteligencia, perfecta en sus sentimientos, casta, firme en sus propósitos, inmaculada en su corazón, eminente, llena de todas las virtudes» («Himnos a la Virgen María» 1,4; editorial Th. J. Lamy, «Hymni de B. Maria», Malines 1886, t. 2, col. 520). Que esta imagen resplandezca en el corazón de toda comunidad eclesial como reflejo perfecto de Cristo y que sea como un signo que se alza por encima de los pueblos, como «ciudad colocada en la cumbre de una montaña», y «lámpara sobre el candelero para que alumbre a todos» (cf. Mateo 5, 14-15).

El trigo y la cizaña


Mateo 13, 24-30. Tiempo Ordinario. Nosotros también somos tierra fértil donde se puede sembrar trigo y... cizaña.
Autor: Luis Felipe Nájar | Fuente: Catholic.net

Mateo 13, 24-30


En aquel tiempo, Jesús les propuso otra parábola diciendo: El Reino de los Cielos es semejante a un hombre que sembró buena semilla en su campo. Pero, mientras su gente dormía, vino su enemigo, sembró encima cizaña entre el trigo, y se fue. Cuando brotó la hierba y produjo fruto, apareció entonces también la cizaña. Los siervos del amo se acercaron a decirle: "Señor, ¿no sembraste semilla buena en tu campo? ¿Cómo es que tiene cizaña?" Él les contestó: "Algún enemigo ha hecho esto." Le dijeron los siervos: "¿Quieres, pues, que vayamos a recogerla?" Jesús le dijo: "No, no sea que, al recoger la cizaña, arranquéis a la vez el trigo. Dejad que ambos crezcan juntos hasta la siega. Y al tiempo de la siega, diré a los segadores: Recoged primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo recogedlo en mi granero.


Reflexión


En el mundo se ven siempre dos tipos de hombre, el bueno o el malo. El campo es la tierra donde viven juntos los hombres buenos con los malos. Si vemos los campos la forma del trigo es casi la misma que la forma de la cizaña, pero están tan juntos que es peligroso arrancar una sin hacer daño a otra. La cizaña roba agua y minerales de la tierra destinados al trigo.

Es una parábola que se refiere nuestro mundo. Aquí las apariencias engañan. Nosotros también somos tierra fértil donde se puede sembrar cizaña, viene el enemigo cuando no lo esperamos, a veces sutilmente envuelto en medias verdades o para nuestro bien aparente. Sin embargo, estos dos campos diferentes, el mundo y nosotros mismos, están continuamente guardados por el Sembrador. Él quita las yerbas que crecen en nuestra tierra, nos protege como plantas débiles.

Pero podemos dejar todo el trabajo a Él, como dice san Agustín “el que te creó sin ti no te salvará sin ti”. Por eso debemos orar y velar para que no sembremos con una mano trigo y con la otra cizaña. Debemos dar fruto de conversión para escuchar estas palabras del sembrador: “la podaré y pondré abono para que dé más fruto”.

viernes, 22 de julio de 2011

María Magdalena, la enamorada de Dios


El amor de María Magdalena a Cristo fue un amor total. "Para mí la vida es Cristo"
Autor: Juan J. Ferrán, L.C. | Fuente: Catholic.net

Realmente nos encontramos en el Evangelio a un personaje muy especial del que nos pareciera saberlo todo y del que casi no sabemos nada: María Magdalena. Magdalena no es un apellido, sino un toponímico. Se trata de una María de Magdala, ciudad situada al norte de Tiberíades. Sólo sabemos de ella que Cristo la libró de siete demonios (Lc 8, 2) y que acompañaba a Cristo formando parte de un grupo grande mujeres que le servían. Los momentos culminantes de su vida fueron su presencia ante la Cruz de Cristo, junto a María, y, sobre todo, el ser testigo directo y casi primero de la Resurrección del Señor. A María Magdalena se le ha querido unir con la pecadora pública que encontró a Cristo en casa de Simón el fariseo y con María de Betania. No se puede afirmar esto y tampoco lo contrario, aunque parece que María Magdalena es otra figura distintas a las anteriores. El rostro de esta mujer en el Evangelio es, sin embargo, muy especial: era una mujer enamorada de Cristo, dispuesta a todo por él, un ejemplo maravilloso de fe en el Hijo de Dios. Todo parece que comenzó cuando Jesús sacó de ella siete demonios, es decir, según el parecer de los entendidos, cuando Cristo la curó de una grave enfermedad.


María Magdalena es un lucero rutilante en la ciencia del amor a Dios en la persona de Jesús. ¿Qué fue lo que a aquella mujer le hechizó en la persona de Cristo? ¿Por qué aquella mujer se convirtió de repente en una seguidora ardiente y fiel de Jesús? ¿Por qué para aquella mujer, tras la muerte de Cristo, todo se había acabado? María Magdalena se encontró con Cristo, después de que él le sacara aquellos "siete demonios". Es como si dijera que encontró el "todo", después de vivir en la "nada", en el "vacío". Y allí comenzó aquella historia.

El amor de María Magdalena a Jesús fue un amor fiel, purificado en el sufrimiento y en el dolor. Cuando todos los apóstoles huyeron tras el prendimiento de Cristo, María Magdalena estuvo siempre a su lado, y así la encontramos de pié al lado de la Cruz. No fue un amor fácil. El amor llevó a María Magdalena a involucrarse en el fracaso de Cristo, a recibir sobre sí los insultos a Cristo, a compartir con él aquella muerte tan horrible en la cruz. Allí el amor de María Magdalena se hizo maduro, adulto, sólido. A quien Dios no le ha costado en la vida, difícilmente entenderá lo que es amarle. Amor y dolor son realidades que siempre van unidas, hasta el punto de que no pueden existir la una sin la otra.


El amor de María Magdalena a Cristo fue un amor total. "Para mí la vida es Cristo", repetiría después otro de los grandes enamorados de Cristo. Comprobamos este amor en aquella escena tan bella de María Magdalena junto al sepulcro vacío. Está hundida porque le han quitado al Maestro y no sabe dónde lo han puesto. La muerte de Cristo fue para María un golpe terrible. Para ella la vida sin Cristo ya no tenía sentido. Por ello, el Resucitado va enseguida a rescatarla. Se trata seguro de una de las primeras apariciones de Cristo. Era tan profundo su amor que ella no podía concebir una vida sin aquella presencia que daba sentido a todo su ser y a todas sus aspiraciones en esta vida. Tras constatar que ha resucitado se lanza a sus pies con el fin de agarrarse a ellos e impedir que el Señor vuelva a salir de su vida.

El amor de María Magdalena a Cristo fue un amor de entrega y servicio. Nos dice el Evangelio que María Magdalena formaba parte de aquel grupo de mujeres que seguía y servía a Cristo. El amor la había convertido a esta mujer en una servidora entregada, alegre y generosa. Servir a quien se ama no es una carga, es un honor. El amor siempre exige entrega real, porque el amor no son palabras solo, sino hechos y hechos verdaderos. Un amor no acompañado de obras es falso. Hay quienes dicen "Señor, Señor, pero después no hacen lo que se les pide". María Magdalena no sólo servía a Cristo, sino que encontraba gusto y alegría en aquel servicio. Era para ella, una mujer tal vez pecadora antes, un privilegio haber sido elegida para servir al Señor.


El amor de María Magdalena a Cristo constituye para nosotros una lección viva y clarividente de lo que debe ser nuestro amor a Dios, a Cristo, al Espíritu Santo, a la Trinidad. Hay que despojar el amor de contenidos vacíos y vivirlo más radicalmente. Hay que relacionar más lo que hacemos y por qué lo hacemos con el amor a Dios. No debemos olvidar que al fin y al cabo nuestro amor a Dios más que sentimientos son obras y obras reales. El lenguaje de nuestro amor a Dios está en lo que hacemos por Él.

En primer lugar, podemos vivir el amor a Dios en una vida intensa y profunda de oración, que abarca tanto los sacramentos como la oración misma, además de vivir en la presencia de Dios. En estos momentos además nuestra relación con Dios ha de ser íntima, cordial, cálida. Hay que procurar conectar con Dios como persona, como amigo, como confidente. Hay que gozar de las cosas de Dios; hay que sentirse tristes sin las cosas de Dios; hay que llegar a sentir necesarias las cosas de Dios.

En segundo lugar, tenemos que vivir el amor a Dios en la rectitud y coherencia de nuestros actos. Cada cosa que hagamos ha de ser un monumento a su amor. Toda nuestra vida desde que los levantamos hasta que nos acostamos ha de ser en su honor y gloria. No podemos separar nuestra vida diaria con sus pequeñeces y grandezas del amor a Dios. No tenemos más que ofrecerle a Dios. Ahí radica precisamente la grandeza de Dios que acoge con infinito cariño esas obras tan pequeñas. De todas formas la verdad del amor siempre está en lo pequeño, porque lo pequeño es posible, es cotidiano, es frecuente. Las cosas grandes no siempre están al alcance de todos. Además el que es fiel en lo pequeño, lo será en lo mucho.


Y en tercer lugar, tenemos que vivir el amor a Dios en la entrega real y veraz al prójimo por Él. "Si alguno dice: Yo amo a Dios y odia a su hermano, es un mentiroso, pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no pude amar a Dios a quien no ve" (1 Jn 4,20). El amor a Dios en el prójimo es difícil, pero es muchas veces el más veraz. Hay que saber que se está amando a Dios cuando se dice NO al egoísmo, al rencor, al odio, a la calumnia, a la crítica, a la acepción de personas, al juicio temerario, al desprecio, a la indiferencia, a etiquetar a los demás; y cuando se dice SÍ a la bondad, a la generosidad, a la mansedumbre, al sacrificio, al respeto, a la amistad, a la comprensión, al buen hablar. La caridad con el prójimo va íntimamente ligada a la caridad hacia Dios. Es una expresión real del amor a Dios.

Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto


Juan 20, 1-2. 11-18. Tiempo Ordinario. Dios se deja encontrar resucitado para quien lo busca con amor.
Autor: H. Joaquín Sainz | Fuente: Catholic.net


Evangelio


Lectura del Evangelio según san Juan 20, 1-2. 11-18

El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada. Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». María se había quedado afuera, llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies del lugar donde había sido puesto el cuerpo de Jesús. Ellos le dijeron: «Mujer, ¿por qué lloras?». María respondió: «Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto». Al decir esto se dio vuelta y vio a Jesús, que estaba allí, pero no lo reconoció. Jesús le preguntó: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?». Ella, pensando que era el cuidador de la huerta, le respondió: «Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a buscarlo». Jesús le dijo: «¡María!». Ella lo reconoció y le dijo en hebreo: «¡Raboní!», es decir «¡Maestro!». Jesús le dijo: «No me retengas, porque todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: «Subo a mi Padre, el Padre de ustedes; a mi Dios, el Dios de ustedes». María Magdalena fue a anunciar a los discípulos que había visto al Señor y que él le había dicho esas palabras.

Oración Introductoria

Jesús, gracias por el ejemplo de Santa María de Magdalena, ayúdame a reconocer mi debilidad, vulnerabilidad y pequeñez, para que así mi corazón encuentre en tu Amor la fuerza necesaria para acompañarte hasta la Cruz y compartir contigo la Gloria de la Resurrección. Jesús mío, te pido que me ayudes a contemplar con la fe y el amor de María Magdalena los misterios de tu Pasión y muerte para gozar también la alegría de tu victoria sobre la muerte.

Meditación

María Magdalena es un personaje muy especial en los evangelios, puesto que es claramente identificada como una pecadora. San Lucas precisa que de ella “habían salido siete demonios” (Lc 8,2). Lo cierto es que ese encuentro primero con Jesús cambió de forma radical su vida. Experimentó la debilidad del pecado y la fortaleza de la misericordia de Nuestro Señor.

La Magdalena siguió hasta el Calvario a Cristo, Estuvo presente en la crucifixión, en la muerte y en la sepultura de Jesús. Junto con la Madre Santísima y el discípulo amado recogió su último suspiro y ahí, al pié de la Cruz comprendió que sus pecados estaban siendo perdonados con cada gota de sangre derramada en el madero, que su salvación estaba en aquella muerte, en aquel sacrificio.

Ella fue quien descubrió, la mañana del primer día después del sábado, el sepulcro vacío, junto al cual permaneció llorando hasta que se le apareció Jesús resucitado (cf. Jn 20, 11). Y el Resucitado, como nos narra el evangelio de hoy, quiso mostrar su cuerpo glorioso ante todo a ella, que había llorado intensamente por su muerte. A ella quiso confiarle "el primer anuncio de la alegría pascual" para recordarnos que precisamente a quien contempla con fe y amor el misterio de la pasión y muerte del Señor, se le revela la gloria de su resurrección.

Reflexión Apostólica

La historia de María Magdalena recuerda a todos una verdad fundamental: discípulo de Cristo es quien, en la experiencia de la debilidad humana, ha tenido la humildad de pedirle ayuda, ha sido curado por él y lo ha seguido de cerca, convirtiéndose en testigo del poder de su amor misericordioso, más fuerte que el pecado y la muerte.

Así María Magdalena nos enseña que nuestra vocación de apóstoles se arraiga en nuestra experiencia personal de Cristo. Nuestro encuentro con él suscita un nuevo estilo de vida, ya no centrado en nosotros mismos, sino en él, que murió y resucitó por nosotros (cf. 2 Co 5, 15), renunciando a todo lo que nos lleva al pecado y conformarnos cada vez más plenamente a Cristo.

Propósito

Ofreceré un momento de mi día y un Ave María por la conversión de los pecadores.

Diálogo con Cristo

Jesús tu bien sabes cuántas veces te he fallado, pero también cuántas veces he intentado seguirte y ser coherente con mi fe. Dame la fuerza de una fe viva y operante que me lleve a proclamar la esperanza de tu Resurrección y que mi actuar cotidiano sea una muestra de la alegría de vivir tu Amor.

«Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (San Agustín, Confesiones, I, 1, 1).

jueves, 21 de julio de 2011

Amen a sus enemigos... ¡Qué difícil Señor!


Hoy a tus pies traigo un corazón que se resiste a perdonar. El dolor que le causaron fue tan fuerte, que alcanzó gravedad de tragedia para mi corazón y para mi vida...
Autor: Ma Esther De Ariño | Fuente: Catholic.net

Hoy ante ti, Jesús Sacramentado, recordamos tus palabras: "Ama a tus enemigos.." Un mandamiento nuevo, era algo que rebasaba toda doctrina, toda ley. Era algo que estremecía las entrañas y el corazón, era algo que sobrepasaba todo sentimiento humano para llegar a tocar lo que naturalmente no correspondía a nuestro sentir, a nuestro apasionado corazón y razón cuando alguien o algo nos daña...

Jesús, nos pedías algo que tu sabías qué difícil y "cuesta arriba" es para nuestro corazón otorgar el perdón, pero...sabías que tus palabras iban a tener ejemplo y respuesta a esta petición cuando en la cruz dirías: - ¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen!... y por eso tus palabras: - Han oído ustedes que se dijo: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian y rueguen por los que los persiguen y calumnian, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace salir su sol sobre los buenos y los malos, y manda su lluvia sobre los justos y los injustos. Porque si ustedes aman a los que los aman, ¿qué recompensa merecen ¿no hacen lo mismo que los publicanos?. Y si saludan tan solo a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario, ¿no hacen eso mismo los paganos?. Ustedes, pues, sean perfectos, como su Padre celestial, es perfecto. (Mateo 5,43-48)

Jesús, hoy a tus pies traigo un corazón que se resiste a perdonar. El dolor que le causaron fue tan fuerte, que alcanzó gravedad de tragedia para los sentimientos y para mi vida... ¡ten compasión de mí! ¡Ayúdame para que poco a poco la paz vaya entrando en mi corazón y pueda, con tu apoyo, otorgar ese perdón que tu pides.

Pero tal vez mi corazón no tenga heridas tan profundas sino que esté lleno de rencillas, de palabras mal interpretadas, de antipatías gratuitas, de que no se por qué.... "pero no me cae bien", no soporto a "esa" persona, guardo pequeños rencores sin una causa real...de una palabra, de una mirada, de algo que no me gustó y me cayó mal... de una rivalidad... de una envidia... ya no nos hablamos... que ella o él de "su brazo a torcer" ¡yo no!.

Jesús, manso y humilde de corazón, dime ¿qué dices de este corazón que aún no ha aprendido a perdonar y no solo eso sino que no sabe orar y rogar para que, olvidando tanta pequeñez y tontería, sea generoso y pida por ella o por él?

Quiero paz, Señor, esa paz tan hermosa que tu sabes dar al corazón, al alma que se libera de la esclavitud de todos esos mezquinos sentimientos, porque ya empezó a amar como tu nos amas olvidando y perdonando todas nuestras faltas.

Quiero ser grande, volar muy alto, que por amor a ti no me importen tanto las cosas pequeñas de este mundo... parecerme a ti que sabes amar dando todo por nada, ayúdame, Señor. Amén.

A quien tiene, se le dará más y tendrá en abundancia


Mateo 13, 10-17. Tiempo Ordinario. A Cristo hay que entenderle con el corazón y desde el verdadero amor.
Autor: H. Óscar Ramírez | Fuente: Catholic.net

Evangelio


Lectura del santo Evangelio según san Mateo 13, 10 - 17

Los discípulos se acercaron y le dijeron: «¿Por qué les hablas por medio de parábolas?».Él les respondió: «A ustedes se les ha concedido conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no. Porque a quien tiene, se le dará más todavía y tendrá en abundancia, pero al que no tiene, se le quitará aun lo que tiene. Por eso les hablo por medio de parábolas: porque miran y no ven, oyen y no escuchan ni entienden. Y así se cumple en ellos la profecía de Isaías, que dice: “Por más que oigan, no comprenderán, por más que vean, no conocerán, Porque el corazón de este pueblo se ha endurecido, tienen tapados sus oídos y han cerrado sus ojos, para que sus ojos no vean, y sus oídos no oigan, y su corazón no comprenda, y no se conviertan, y yo no los cure”. Felices, en cambio, los ojos de ustedes, porque ven; felices sus oídos, porque oyen. Les aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que ustedes ven y no lo vieron, oír lo que ustedes oyen, y no lo oyeron».

Oración introductoria

Señor, concédeme la gracia de conocer los misterios del Reino que me has revelado, y puesto que me lo has dado a conocer a mí, no permitas que sea indiferente a la predilección de tu amor. Hazme ser consciente de que mi felicidad solo puede venir de la experiencia de tu amor.

Meditación

Es abrumador considerar que Dios nos ha escogido a nosotros, humanos, para conocer los misterios del Reino, es decir, conocer el amor de un Dios que ha llegado a hacerse hombre para alcanzarnos la redención. Pero no a todos se nos ha dado a conocer este amor: «A ustedes se les ha concedido conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no». Estas personas que no conocen el amor de Dios son las que «miran y no ven, oyen y no escuchan ni entienden», porque sus corazones se han endurecido.

Sí, hoy en el mundo hay quizás millones de personas que no quieren oír, ni ver, ni experimentar el amor de Dios en sus vidas y que, por tanto, no serán curadas. El amor de Dios es rechazado por muchos corazones, es excluido de la vida de muchas personas y es incluso ofendido por el desprecio irreverente de quienes quieren vivir al margen de los mandamientos.

Y ante este panorama conviene preguntarnos: ¿Quiénes somos nosotros para contarnos entre los que, al menos un poco, sí hemos experimentado el amor de Dios? Nosotros conocemos, escuchamos y experimentamos en nuestra vida el amor de Dios y, poco o mucho, procuramos corresponderlo. Como católicos hemos sido contados entre el número de los felices que ven y escuchan lo que muchos profetas y justos desearon ver: el amor de un Dios hecho hombre para salvarnos, para acompañarnos en nuestras alegrías, luchas y tristezas; el amor de un Dios que se ha quedado en el Sagrario hasta el final de los tiempos para ser el alimento y el consuelo de nuestra vida; el amor de un Dios que para desatarnos de los lazos del pecado se ha atado a sí mismo a una cruz.

Reflexión apostólica

¿Quiénes somos nosotros para que podamos conocer los misterios del Reino de Dios? Todo es don, todo es gracia, nosotros no merecemos nada por nuestras obras, es Dios el que se ha fijado en nosotros y ha querido darnos el don de la fe y de la experiencia de su amor. No podemos quedar indiferentes ante tal predilección, debemos corresponder al amor de Dios mediante el cumplimiento incondicional de su voluntad en nuestra vida ordinaria. Si nos ha hecho sus predilectos, es para que al menos nosotros podamos corresponder y amar.

Propósito

Hacer una visita a Cristo Eucaristía para agradecerle el don de la fe y de su amor.

Diálogo con Cristo

Gracias, Señor, por hacerme conocedor de tus misterios, que se sintetizan en tu amor por mí. Dame la gracia de corresponder a tu amor llevándolo también a tantas personas que no lo conocen o que simplemente lo rechazan. Dame la gracia de vivir con el ardiente deseo y el firme propósito de conocerte, de amarte y de imitarte cada día más en la realidad de mi vida diaria.

«Ayudad al hombre moderno a experimentar el amor misericordioso de Dios» (Juan Pablo II).

miércoles, 20 de julio de 2011

El Divino Constructor


Sin duda que es el Espíritu Santo que, paso a paso, logro tras logro, ha construido la Iglesia, a pesar de quienes desde dentro y fuera, tratan de demoler lo construido.
Autor: Oscar Schmidt | Fuente: Catholic.net



Sabemos bien que Jesús, en su paso por este mundo, nos dejó los fundamentos de la Iglesia. Por ejemplo cuando en aquella noche de Jueves Santo nos legó dos Sacramentos: la maravilla de Su Presencia real y viva en la Eucaristía, y el Sacramento del Orden Sacerdotal.

Sin embargo, Jesús mismo anunció entonces que era necesario que El partiera, para que viniera Quien iba a continuar e impulsar la construcción de la Iglesia. Fue así que en Pentecostés el Espíritu Santo descendió y dio fortaleza, dirección y consuelo a los que fueron padres de la Iglesia primitiva. De un puñado de mujeres y hombres, surgió así el cristianismo como el gran fenómeno que conmovió y transformó la historia de la humanidad. Por eso, y si bien muchas cosas se han dicho del Espíritu Santo, hoy los invito a que lo admiremos y adoremos como El Divino Constructor.

Jesús nos dejó los Evangelios como sostén de nuestra fe, Su Palabra, la Revelación Pública que nos dice todo lo que necesitamos. Pero fue la acción del Espíritu Santo la que fue guiando poco a poco, a través de los impredecibles caminos de la historia, a aquellos que valientemente dieron sus vidas en nombre de Jesucristo, el Salvador. ¿Cómo es que supieron ellos lo que debían hacer? ¿De donde sacaron la fortaleza necesaria?

Sin dudas que es el Espíritu Santo el Divino Constructor de la Iglesia, paso a paso, logro tras logro. Y ha sido una construcción contrastada por la acción destructora de quienes desde dentro y desde fuera, inspirados por otro espíritu no particularmente santo, trataron de demoler lo construido.

Un momento crucial que debemos meditar en esta historia, ocurrió en la Porciúncula, en Asís. Allí San Francisco miró el Crucifijo que aún colgaba de aquella capilla destruida, y escuchó la Voz de Jesucristo Crucificado que le dijo: “Reconstruye Mi Iglesia”. Algo aconteció allí que cambió el curso de la historia, cuando Dios decidió revelar al Hombre un pedido concreto, una misión imposible para Francisco, pero posible para Dios.

Varias conclusiones se desprenden de esta revelación del Señor al joven de Asís:

La primera es que Dios interviene en forma directa en la historia, revelando Su Voluntad a almas elegidas, como fue la de Francisco. A pesar de que todo ha sido ya revelado a través de las Sagradas Escrituras, resulta evidente que Dios considera conveniente el seguir hablando al hombre, a través de Sus mensajes a santos y místicos que se cuentan por cientos, siglo tras siglo, en la tradición de la Iglesia.

La segunda conclusión es que, ante el pedido de Jesús a Francisco, resulta obvio que si había algo para reconstruir, es que algo estaba siendo destruido. La Iglesia estaba en un muy mal momento histórico, con malas costumbres divulgándose entre muchos de sus pastores, con desviaciones del propósito que El Constructor había impregnado en las piedras que se apilaron en el diseño original del edificio. Y Dios quiso que Francisco, desde la nada, reconstruyera en base a los planos originales, los planos del Autor.

La tercera conclusión es que Jesús no le dice a Francisco: “oye, mi Iglesia está siendo destruida, ve y construye otra”. Jamás Dios pediría o inspiraría eso a alma alguna. En siglos pasados algunos hombres de la Iglesia, horrorizados ante la corrupción de algunos pastores, incurrieron en el abominable error de crear su propia iglesia en lugar de luchar desde dentro como Dios espera. El Constructor quiere que reconstruyamos, no que nos vayamos de Su Casa.

La cuarta conclusión es que Dios literalmente hizo Su obra en Francisco, interviniendo por medio de El Divino Constructor, el Espíritu Santo que luego del pedido original de Jesús en la Porciúncula, guió a este miserable enamorado de la amada pobreza, hasta producir un estallido de luz que iluminó la noche de la Iglesia. ¿Qué duda cabe de que sin la ayuda de El Divino Constructor, a ningún puerto hubiese llegado la loca odisea de Francisco?

El Divino Constructor, de este modo, trabaja en base a la santidad y a la acción iluminada de los santos. Tomás de Kempis puso en Boca del Señor estas palabras (Kempis, libro III, cap. 58): “Yo soy el Creador de todos los santos; Yo les di la Gracia, Yo los llevé a la Gloria. He conocido a mis amados antes de los siglos, y los he elegido del mundo y no fueron ellos los que me eligieron a Mi (Jn. 15,16.19). Los he llamado con mi Gracia y atraído con Mi Misericordia y los he llevado a través de muchas tentaciones. Les infundí consuelos admirables, Les di la perseverancia y coroné su paciencia”.

Así, el Constructor sigue edificando, mientras otros se esfuerzan en demoler. El Espíritu Santo es Quien nos llena de santas inspiraciones en la forma de invitaciones a poner manos a la obra y reconstruir, piedra por piedra, lo que otros destruyen. No debemos desanimarnos, porque es Él quien guía la obra. Por más que veamos la eficiente demolición de algunos cercanos, y otros lejanos, no temamos, porque el Divino Constructor no permitirá que Su Casa caiga, jamás. Esto es una verdad revelada, parte central de nuestra fe: “Tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré Mi Iglesia; y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mateo 16:13-18).

Mientras tanto, pidamos al Señor intensamente para que la Iglesia viva un siglo de santos, de santidad. Necesitamos más sacerdotes santos, y laicos también. Necesitamos más santidad, y es Dios quien debe darnos esa Gracia, pero muy especialmente debemos ser nosotros dignos de ese don, ya que todos estamos llamados a la santidad. ¿Quieres, realmente y de corazón, la santidad?

Unidos al sufrimiento de nuestro Papa Benedicto XVI, escuchemos la Voz del Divino Maestro que una vez más nos dice:

“Francisco, reconstruye mi Casa”

Las semillas caen en diferente tierra


Mateo 13, 1-9. Tiempo Ordinario. Dejemos que Cristo siembre su amor en nuestro corazón. Que no sea un lugar áspero a sus semillas.
Autor: H. Jonas Massaneiro | Fuente: Catholic.net


Evangelio

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 13, 1-9

Aquel día, salió Jesús de casa y se sentó a orillas del mar. Y se reunió tanta gente junto a él, que hubo de subir a sentarse en una barca, y toda la gente quedaba en la ribera. Y les habló muchas cosas en parábolas. Decía: «Una vez salió un sembrador a sembrar. Y al sembrar, unas semillas cayeron a lo largo del camino; vinieron las aves y se las comieron. Otras cayeron en pedregal, donde no tenían mucha tierra, y brotaron enseguida por no tener hondura de tierra; pero en cuanto salió el sol se agostaron y, por no tener raíz, se secaron. Otras cayeron entre abrojos; crecieron los abrojos y las ahogaron. Otras cayeron en tierra buena y dieron fruto, una ciento, otra sesenta, otra treinta. El que tenga oídos, que oiga».

Oración introductoria

Señor, hoy vengo a recibir tu Palabra, que es una pequeña semilla. Pero quiero que me hables claro sobre lo que necesito. No quiero, por mi parte, cerrar el corazón a esta pequeña semilla, sino recibirla con alegría. Para esto te pido fe, que me lleve a reconocer en tu semilla mi salvación y me permita acogerla. Necesito también confianza, para que tu semilla, Dios mío, crezca. Y por último pido amor, ese amor que hace fructificar en mi vida el ciento por uno. Así sea.

Petición

Señor, hazme dócil a tu Palabra; que te escuche con atención. Dame la “tierra buena”, de la que tú hablas en el Evangelio, Señor. Que no sea sordo a tu voz.

Meditación

Cristo se pone a la orilla del lago de nuestra vida y quiere entrar con su barca, no como extraño, sino como amigo que trae la paz. Y ¿de qué forma? Por su palabra y su presencia. En esto hay una relación muy estrecha entre la lectura y el Evangelio. Así como Dios dio alimento a los israelitas en el desierto, también Cristo quiere darse como alimento a nuestras almas. Él quiere que nos demos cuenta de las dos únicas fuentes de vida: su Palabra en el Evangelio y su cuerpo en la Eucaristía. Todo el evangelio se centra en nuestro primero alimento vital, que es ésta semilla lanzada a tu alma en particular. Pero el sembrador es el protagonista de la escena y no nuestro pobre terreno, con sus espinas y piedras, porque si miramos bien, no podemos trabajar la tierra sin la ayuda de Dios. Si nos creemos el centro de la escena, estaremos equivocados; pero si entendemos nuestro papel de colaboración con la obra de Dios, entonces hemos atinado en nuestra relación con Él.

Reflexión apostólica

Ahora bien, es bonito percibir el amor de Dios que lanza con cariño las semillas, y sentimos vergüenza de la aspereza con que recibimos su Palabra en el Evangelio, sin mejorar nuestra vida. Entonces ¿qué podemos hacer? Primero, analizar el grado de sintonía entre lo que yo quiero y lo que Dios quiere. Después, aceptar o no su voluntad, pero nunca estar indecisos porque nos mueve a la desesperación, y por último, llevar a cabo la Palabra de Dios en el día, esto es, vivirlos dos mandamientos de Dios: Amarlo a Él y al prójimo como a nosotros mismos. Vivir de cara a Dios, hablándole en la oración como amigo, esposo y Señor, respetando su cuerpo en la Eucaristía. Y al prójimo, preocupándonos por todo el que está a nuestro lado, prestando atención al que me habla, demostrando cariño a todos. Así Dios podrá producir el “ciento por uno” en nuestras almas.

Propósito

Trataré con respeto y cariño a todos los que vengan hablarme como si lo hiciera al mismo Cristo, Nuestro Señor.

Diálogo con Cristo

Señor, hoy me has hablado claro, sé que solo con escucharte y recibirte en la Eucaristía no pereceré en este desierto que es el mundo. También me has mostrado mi ingratitud para contigo, especialmente cuando no hago fructificar tus semillas: aquellas gracias y oportunidades para crecer en el amor y en la paciencia, porque he cerrado mi corazón. Pero ahora te pido de rodillas, que ya no dejes pasar mis días sin amarte, viendo en todo tu mano de Padre, y rezando con el corazón y no con la boca. Amaré a todos los que vea hoy como si fuese mi último día en la tierra, con amor y con cariño. Jesús, que nunca deje de te amar. Amén.

“Como Jesús fue el anunciador del amor de Dios Padre, también nosotros lo debemos ser de la caridad de Cristo: somos mensajeros de su resurrección, de su victoria sobre el mal y sobre la muerte, portadores de su amor divino” (Benedicto XVI, 5 de abril de 2010).

martes, 19 de julio de 2011

¿Cuántas veces hay que orar? Jesús responde: ¡Siempre!


La oración, como el amor, no soporta el cálculo de las veces. El que ama lo dice en la oración.
Autor: P. Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia | Fuente: Catholic.net

En aquel tiempo, Jesús les decía una parábola a sus discípulos para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer. La parábola es la de la viuda inoportuna. A la pregunta: «¿Cuántas veces hay que orar?», Jesús responde: ¡Siempre!

La oración, como el amor, no soporta el cálculo de las veces. ¿Hay que preguntarse tal vez cuántas veces al día una mamá ama a su niño, o un amigo a su amigo? Se puede amar con grandes diferencias de conciencia, pero no a intervalos más o menos regulares. Así es también la oración.

Este ideal de oración continua se ha llevado cabo, en diversas formas, tanto en Oriente como en Occidente. La espiritualidad oriental la ha practicado con la llamada oración de Jesús: «Señor Jesucristo, ¡ten piedad de mí!». Occidente ha formulado el principio de una oración continua, pero de forma más dúctil, tanto como para poderse proponer a todos, no sólo a aquellos que hacen profesión explícita de vida monástica. San Agustín dice que la esencia de la oración es el deseo. Si continuo es el deseo de Dios, continua es también la oración, mientras que si falta el deseo interior, se puede gritar cuanto se quiera; para Dios estamos mudos. Este deseo secreto de Dios, hecho de recuerdo, de necesidad de infinito, de nostalgia de Dios, puede permanecer vivo incluso mientras se está obligado a realizar otras cosas: «Orar largamente no equivale a estar mucho tiempo de rodillas o con las manos juntas o diciendo muchas palabras. Consiste más bien en suscitar un continuo y devoto impulso del corazón hacia Aquél a quien invocamos».

Jesús nos ha dado Él mismo el ejemplo de la oración incesante. De Él se dice en los evangelios que oraba de día, al caer de la tarde, por la mañana temprano y que pasaba a veces toda la noche en oración. La oración era el tejido conectivo de toda su vida.

Pero el ejemplo de Cristo nos dice también otra cosa importante. Es ilusorio pensar que se puede orar siempre, hacer de la oración una especie de respiración constante del alma incluso en medio de las actividades cotidianas, si no reservamos también tiempos fijos en los que se espera a la oración, libres de cualquier otra preocupación. Aquel Jesús a quien vemos orar siempre es el mismo que, como todo judío de su tiempo, tres veces al día -al salir el sol, en la tarde durante los sacrificios del templo y en la puesta de sol-- se detenía, se orientaba hacia el templo de Jerusalén y recitaba las oraciones rituales, entre ellas el Shema Israel, Escucha Israel. El Sábado participa también Él, con los discípulos, en el culto de la sinagoga y varios episodios evangélicos suceden precisamente en este contexto.

La Iglesia igualmente ha fijado, se puede decir que desde el primer momento de vida, un día especial para dedicar al culto y a la oración, el domingo. Todos sabemos en qué se ha convertido, lamentablemente, el domingo en nuestra sociedad; el deporte, en particular el fútbol, de ser un factor de entretenimiento y distensión, se ha transformado en algo que con frecuencia envenena el domingo... Debemos hacer lo posible para que este día vuelva a ser, como estaba en la intención de Dios al mandar el descanso festivo, una jornada de serena alegría que consolida nuestra comunión con Dios y entre nosotros, en la familia y en la sociedad.

Es un estímulo para nosotros, cristianos modernos, recordar las palabras que los mártires Saturnino y sus compañeros dirigieron, en el año 305, al juez romano que les había mandado arrestar por haber participado en la reunión dominical: «El cristiano no puede vivir sin la Eucaristía dominical. ¿No sabes que el cristiano existe para la Eucaristía y la Eucaristía para el cristiano?».

Escribas y fariseos piden una señal

Mateo 12, 38-42. Tiempo Ordinario. ¡Cuántas veces nosotros también pedimos signos a Dios! Reclamamos una señal del cielo.
Autor: H. Benoit Terrenoir | Fuente: Catholic.net

Evangelio


Lectura del Evangelio según san Mateo 12, 38-42

Entonces algunos escribas y fariseos le dijeron: «Maestro, queremos que nos hagas ver un signo». El les respondió: «Esta generación malvada y adúltera reclama un signo, pero no se le dará otro que el del profeta Jonás. Porque así como Jonás estuvo tres días y tres noches en el vientre del pez, así estará el Hijo del hombre en el seno de la tierra tres días y tres noches. El día de Juicio, los hombres de Nínive se levantarán contra esta generación y la condenarán, porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás, y aquí hay alguien que es más que Jonás. El día del Juicio, la Reina del Sur se levantará contra esta generación y la condenará, porque ella vino de los confines de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón, y aquí hay alguien que es más que Salomón».

Oración preparatoria

Señor, por un momento dejo de lado mis ocupaciones. Quiero pasar estos minutos a solas contigo. Durante los tres años de tu vida pública, muchas veces te ibas de noche a rezar a tu Padre en algún lugar retirado y allí te pasabas la noche. Hoy quiero hacer lo mismo. Te confío todas mis intenciones, te entrego todos mis deseos, te doy todo mi ser. María, ¡ayúdame a rezar bien, a hacer una oración que le dé gusto a tu Hijo!

Petición

Señor, ¡ayúdame a aceptar siempre tu voluntad en mi vida!

Meditación

Los fariseos reclaman un signo a Jesús. Pero Jesús no quiere satisfacer su curiosidad, se niega a darles un signo, excepto el de Jonás. ¡Cuántas veces nosotros también pedimos signos a Dios! Le decimos que no queremos ir a misa el domingo, que no nos interesa confesarnos, a no ser que nos lo pida de manera clara. Reclamamos una señal del cielo.

Cristo quiere purificar nuestra intención, nos pide hacer el salto de la fe, confiar en su palabra y entregarnos a su voluntad. Él, cuando estaba sufriendo en la Cruz, no vio ningún signo del Padre, no escuchó ninguna voz celeste que le decía “¡Ánimo! ¡Sólo te faltan unos minutos!”. Y, sin embargo, perseveró hasta el final.

Por otro lado, los signos no nos van a servir si no queremos seguir a Cristo. Los fariseos habían visto muchos milagros y no se dejaron convencer. Es también el caso de los hermanos del rico epulón en la parábola del pobre Lázaro (Lc 16, 27-31).

Reflexión apostólica


Cristo no quiere darnos signos, pero nos llama a ser signos de su amor en el mundo. El profeta Jonás fue un signo de conversión para los habitantes de Nínive. Se arrepintieron y cambiaron de vida al escuchar su predicación. Nuestra sociedad se parece a la de Nínive del Antiguo Testamento, poblada por pecadores y gente que no conoce a Dios. Cristo nos manda como sus embajadores en el mundo.

Propósito

Entrar en una iglesia y visitar a Cristo para renovarle nuestra adhesión a su voluntad.

Diálogo final

Señor, ¡soy todo tuyo! Tú me has dado todo lo que tengo y todo lo que soy, el don de la vida, de la gracia bautismal y de mi vocación particular. ¡Hazme entender tu misericordia, que tu amor sea el único signo que necesite para creer en ti!


«Desde mi angustia invoqué al Señor, y él me respondió; desde el seno del Abismo, pedí auxilio, y tú escuchaste mi voz. [...] Cuando mi alma desfallecía, me acordé del Señor, y mi oración llegó hasta ti, hasta tu santo Templo. [...] yo, en acción de gracias, te ofreceré sacrificios y cumpliré mis votos: ¡La salvación viene del Señor!» (Jonás 2, 3-10).

lunes, 18 de julio de 2011

Quien calla, ¿otorga?


A veces, la gente calla por miedo, o porque no tiene tiempo para seguir hablando, o porque tiene razón pero no sabe cómo expresarla.
Autor: P. Fernando Pascual LC | Fuente: Catholic.net


Decir la “última palabra” significa varias cosas, algunas de ellas contradictorias. La primera, que ya todos piensan que no hay nada más que decir. La segunda, que tal vez la última palabra era la correcta. Tercera, que en ocasiones la última palabra no era correcta, pero se impuso sobre los demás. La cuarta, que nadie añade nada no por falta de argumentos, sino por miedo, por cansancio, o por falta de tiempo.

Decir la “última palabra” no significa automáticamente tener la razón. Porque a veces no se ofrece una posibilidad de réplica, o porque se persigue a los que piensan de otra forma, o porque los sofismas eran tan buenos que engañaron a los “adversarios”.

Por eso, la frase “quien calla, otorga”, no es siempre verdad. A veces, la gente calla por miedo, o porque no tiene tiempo para seguir hablando, o porque tiene razón pero no sabe cómo expresarla.

En el mundo de la información, la última palabra no coincide con la verdad. Tampoco hay que considerar como correcto lo repetido diez, cien, mil veces en agencias de noticias, blogs, prensa tradicional, prensa digital, radio, televisión...

Vivimos en un mundo lleno de palabras, muchas de las cuales vacías, engañosas, falsas. Otras son verdaderas, aunque no siempre estén en los mejores medios de información, aunque no sean asequibles para muchos, aunque queden sepultadas bajo toneladas de insultos y de desprestigio desde los ataques de grupos de poder enemigos del sano pluralismo y amigos de la imposición mediática.

No siempre quien calla otorga. Hay silencios que dicen más que mil palabras. Hay miradas que denuncian el avance de la mentira sistemática. Hay héroes que sufren la denigración pública pero que guardan un tesoro maravilloso de honradez, de verdad, de justicia.

Ese tesoro brillará un día, tal vez tras las fronteras de la muerte. Entonces se verá qué palabras fueron engañosas y asesinas, y qué corazones vivieron en la luz de verdad. Será el momento en el que quien callaba hablará, y su frágil voz, unida a la voz potente del Dios de la justicia y de la misericordia, será un canto eterno de alabanza y de alegría.

Escribas y fariseos piden una señal


Mateo 12, 38-42. Tiempo Ordinario. ¡Cuántas veces nosotros también pedimos signos a Dios! Reclamamos una señal del cielo.
Autor: H. Benoit Terrenoir | Fuente: Catholic.net

Evangelio


Lectura del Evangelio según san Mateo 12, 38-42

Entonces algunos escribas y fariseos le dijeron: «Maestro, queremos que nos hagas ver un signo». El les respondió: «Esta generación malvada y adúltera reclama un signo, pero no se le dará otro que el del profeta Jonás. Porque así como Jonás estuvo tres días y tres noches en el vientre del pez, así estará el Hijo del hombre en el seno de la tierra tres días y tres noches. El día de Juicio, los hombres de Nínive se levantarán contra esta generación y la condenarán, porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás, y aquí hay alguien que es más que Jonás. El día del Juicio, la Reina del Sur se levantará contra esta generación y la condenará, porque ella vino de los confines de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón, y aquí hay alguien que es más que Salomón».

Oración preparatoria

Señor, por un momento dejo de lado mis ocupaciones. Quiero pasar estos minutos a solas contigo. Durante los tres años de tu vida pública, muchas veces te ibas de noche a rezar a tu Padre en algún lugar retirado y allí te pasabas la noche. Hoy quiero hacer lo mismo. Te confío todas mis intenciones, te entrego todos mis deseos, te doy todo mi ser. María, ¡ayúdame a rezar bien, a hacer una oración que le dé gusto a tu Hijo!

Petición

Señor, ¡ayúdame a aceptar siempre tu voluntad en mi vida!

Meditación

Los fariseos reclaman un signo a Jesús. Pero Jesús no quiere satisfacer su curiosidad, se niega a darles un signo, excepto el de Jonás. ¡Cuántas veces nosotros también pedimos signos a Dios! Le decimos que no queremos ir a misa el domingo, que no nos interesa confesarnos, a no ser que nos lo pida de manera clara. Reclamamos una señal del cielo.

Cristo quiere purificar nuestra intención, nos pide hacer el salto de la fe, confiar en su palabra y entregarnos a su voluntad. Él, cuando estaba sufriendo en la Cruz, no vio ningún signo del Padre, no escuchó ninguna voz celeste que le decía “¡Ánimo! ¡Sólo te faltan unos minutos!”. Y, sin embargo, perseveró hasta el final.

Por otro lado, los signos no nos van a servir si no queremos seguir a Cristo. Los fariseos habían visto muchos milagros y no se dejaron convencer. Es también el caso de los hermanos del rico epulón en la parábola del pobre Lázaro (Lc 16, 27-31).

Reflexión apostólica


Cristo no quiere darnos signos, pero nos llama a ser signos de su amor en el mundo. El profeta Jonás fue un signo de conversión para los habitantes de Nínive. Se arrepintieron y cambiaron de vida al escuchar su predicación. Nuestra sociedad se parece a la de Nínive del Antiguo Testamento, poblada por pecadores y gente que no conoce a Dios. Cristo nos manda como sus embajadores en el mundo.

Propósito

Entrar en una iglesia y visitar a Cristo para renovarle nuestra adhesión a su voluntad.

Diálogo final

Señor, ¡soy todo tuyo! Tú me has dado todo lo que tengo y todo lo que soy, el don de la vida, de la gracia bautismal y de mi vocación particular. ¡Hazme entender tu misericordia, que tu amor sea el único signo que necesite para creer en ti!


«Desde mi angustia invoqué al Señor, y él me respondió; desde el seno del Abismo, pedí auxilio, y tú escuchaste mi voz. [...] Cuando mi alma desfallecía, me acordé del Señor, y mi oración llegó hasta ti, hasta tu santo Templo. [...] yo, en acción de gracias, te ofreceré sacrificios y cumpliré mis votos: ¡La salvación viene del Señor!» (Jonás 2, 3-10).

domingo, 17 de julio de 2011

El perdón de Dios no produce efectos colaterales negativos


Dios tiene todo el tiempo para esperar a que el hombre responda con amor al infinito amor que Él nos ha tenido.
Autor: Alberto Ramirez Mozqueda | Fuente: Catholic.net

Hoy Cristo nos sorprende con algunas de sus más significativas parábolas, con ese lenguaje tan suyo propio y que van reflejando la actitud de Dios ante los hombres y ante el mal que existe en el mundo.

En esta ocasión refleja el amor del Padre que tiene toda la paciencia del mundo, como el padre que sale cada día a esperar el regreso del hijo que se ha ido a la aventura. Ahora es el ejemplo de un agricultor (Mateo 13, 24- 43) que sembró buena semilla en sus campos, pero sus enemigos valiéndose de la oscuridad de la noche, sembraron cizaña entre el trigo. Cuando aparecieron juntos el trigo y la simiente, los sirvientes sorprendidos, fueron a contar al dueño lo sucedido, proponiéndole cortar de inmediato la cizaña, pero el dueño que conocía bien su propio oficio, ordenó prudentemente esperar hasta el tiempo de la cosecha para separar el trigo de la cizaña, pues en ese momento el peligro era dañar las plantas tiernas del trigo mientras se arrancaba la cizaña. ¡Qué sabia y prudente decisión de aquél hombre! Con esto nos está dando la señal del proceder de nuestro Dios que tiene todo el tiempo para esperar amorosamente a que el hombre responda con amor al infinito amor que él nos ha tenido.

Y contrasta su actitud con la nuestra que por una parte desde nuestra propia condición queremos dividir a rajatabla a los hombres en buenos y malos y quisiéramos acabar de una vez por todas con éstos últimos, pues indudablemente nosotros nos colocamos atrás de la raya de los buenos.

Queremos hacer como los reyes antiguos, cuando llegaban a un territorio conquistado, arrasaban con todo lo que encontraban a su paso, sin importarles la condición de los inocentes, los niños y los ancianos. Era la condición de revancha y de venganza con los vencidos. Esto no entra definitivamente en los planes de Dios. A quienes trataron a Cristo con tanta impiedad y sin ninguna misericordia, en lo alto de la cruz, Dios los hizo portadores de su perdón, de su amor y de su misericordia. Esa fue la venganza de Dios.

Y nosotros, en nuestro diario actuar frente al mal que aqueja a nuestro mundo, donde parece que la violencia, el crimen, la sangre, la infidelidad y la mentira son el pan de cada día, no podemos entonces proceder con indiferencia ni mucho menos con un insoportable a mí que me importa, ni mucho menos con indiferencia, ni tampoco con una suspensión de nuestra responsabilidad, pretendiendo dejarlo todo en manos de Dios, pues en cada uno de nosotros hay un fondo de maldad sí, pero también un corazón que puede ser generoso, y un Espíritu de Dios que impulsa nuestra acción para proceder silenciosamente, como el fermento en la masa, con un compromiso serio, firme, continuado y profundo de colaborar al nacimiento de una nueva humanidad donde los males que nos aquejan puedan ser cosa del pasado, y la humanidad pueda convertirse no en un gran imperio de los poderosos, de los sabios y de los astutos, sino un mundo en donde todos tengan la oportunidad de vivir comiendo el pan y la sal que Dios dispuso para todos los hombres.

Tendremos que ser como la humilde levadura que con una pequeña cantidad puede fermentar toda la masa, con nuestro apretón de manos, con nuestra sonrisa, con una visita al que va pasando mal momento, con un gesto de solidaridad al que ya no encuentra la puerta.

Y finalmente, ser muy claros: cómo distribuya Dios sus dones al final de los tiempos, no nos toca a nosotros conocerlo, sino comenzar a vivir ya como nos indica el libro de la Sabiduría, que no por ser del Antiguo Testamento deja de ser sabia: “Con todo esto has enseñado a tu pueblo que el justo debe ser humano, y has llenado a tus hijos de una dulce esperanza, ya que al pecador le das tiempo para que se arrepienta”.

¿Y qué es la cizaña?


Mateo 13, 24-43. Tiempo Ordinario. La cizaña es todo aquello que nos sirve de tropiezo para llegar a Dios o se opone a Él.
Autor: P. Sergio A. Cordova LC | Fuente: Catholic.net
Mateo 13, 24-43

Otra parábola les propuso, diciendo: «El Reino de los Cielos es semejante a un hombre que sembró buena semilla en su campo. Pero, mientras su gente dormía, vino su enemigo, sembró encima cizaña entre el trigo, y se fue. Cuando brotó la hierba y produjo fruto, apareció entonces también la cizaña. Los siervos del amo se acercaron a decirle: ´Señor, ¿no sembraste semilla buena en tu campo? ¿Cómo es que tiene cizaña?´El les contestó: ´Algún enemigo ha hecho esto.´ Dícenle los siervos: ´¿Quieres, pues, que vayamos a recogerla?´ Díceles: ´No, no sea que, al recoger la cizaña, arranquéis a la vez el trigo. Dejad que ambos crezcan juntos hasta la siega. Y al tiempo de la siega, diré a los segadores: Recoged primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo recogedlo en mi granero.´» Otra parábola les propuso: «El Reino de los Cielos es semejante a un grano de mostaza que tomó un hombre y lo sembró en su campo. Es ciertamente más pequeña que cualquier semilla, pero cuando crece es mayor que las hortalizas, y se hace árbol, hasta el punto de que las aves del cielo vienen y anidan en sus ramas.» Les dijo otra parábola: «El Reino de los Cielos es semejante a la levadura que tomó una mujer y la metió en tres medidas de harina, hasta que fermentó todo.» Todo esto dijo Jesús en parábolas a la gente, y nada les hablaba sin parábolas, para que se cumpliese el oráculo del profeta: Abriré en parábolas mi boca, publicaré lo que estaba oculto desde la creación del mundo. Entonces despidió a la multitud y se fue a casa. Y se le acercaron sus discípulos diciendo: «Explícanos la parábola de la cizaña del campo.» El respondió: «El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los hijos del Reino; la cizaña son los hijos del Maligno; el enemigo que la sembró es el Diablo; la siega es el fin del mundo, y los segadores son los ángeles. De la misma manera, pues, que se recoge la cizaña y se la quema en el fuego, así será al fin del mundo. El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, que recogerán de su Reino todos los escándalos y a los obradores de iniquidad, y los arrojarán en el horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga.


Reflexión


La expresión artística ha sido, a lo largo de los siglos, una de las manifestaciones más nobles de la belleza, de la originalidad, del genio y de la grandeza del espíritu humano. Y, además, un vehículo importante para la comunicación del pensamiento y de la cultura, ya que el arte -al igual que la música y la poesía- transmite siempre una idea, una visión de la vida y de las cosas, una experiencia o un sentimiento personal. Durante varios siglos, sobre todo en el arte paleocristiano, bizantino y gótico, se hizo común la creación de “trípticos”, tanto en la pintura, como en los mosaicos, vitrales y en las así llamadas “miniaturas”. Consistían éstos en representar juntas tres escenas de la Biblia o del Evangelio, formando una unidad artística y catequética. El arte cristiano fue, desde los orígenes, una forma extraordinaria de predicación sagrada y de catequesis popular.

Pues hoy nuestro Señor en el Evangelio nos presenta un maravilloso “tríptico” de parábolas para hablarnos del misterio del Reino de los cielos: la parábola de la cizaña, del grano de mostaza y de la levadura. Cristo está hablando a sus discípulos -y también a nosotros hoy- de una realidad sumamente importante y esencial de su mensaje, de su “Buena Nueva” -esto precisamente significa “evangelio” en griego-, pero a la vez de algo misterioso y de difícil comprensión. Por eso Jesús usa parábolas, para ayudarnos a comprender misterios muy profundos a través de sencillas imágenes y asequibles comparaciones.

La parábola del grano de mostaza nos enseña que el Reino de los cielos -es decir, la vida de la gracia divina en nosotros, la Iglesia y las obras de Dios- es siempre pequeño y casi insignificante en sus inicios, pero tiene que ir creciendo hasta convertirse en un árbol frondoso, capaz de abrigar en sus ramas a las aves del cielo; o sea, capaz de salvar a miles de personas y llevarlas a la vida eterna. El crecimiento continuo es ley de vida, y el día que no se crece, se muere.

La parábola de la levadura nos habla de esa acción silenciosa y lenta, pero profundamente eficaz y transformante que realiza el Evangelio, no sólo en la propia alma, sino también en los ambientes y en las sociedades, impregnando de fe y de vida nueva todas las realidades humanas. Eso fue lo que hizo el cristianismo en el imperio romano: los primeros cristianos, con su maravilloso testimonio de vida santa y auténtica, con su ejemplo de caridad, de pureza, de piedad y con el perfume de sus virtudes lograron transformar el ambiente corrompido y enrarecido del paganismo antiguo. Esto es lo que ha hecho la Iglesia a lo largo de veinte siglos de historia, a pesar de tantas persecuciones y calumnias. Y lo sigue haciendo en nuestros días, con las mismas armas de siempre: la fe, la esperanza y la caridad.

La parábola de la cizaña, por su parte -valdría la pena detenerse con más calma en la consideración de esta enseñanza de Cristo, aunque el tiempo y el espacio aquí disponibles no lo permiten- nos da tantas lecciones importantes para nuestra vida cristiana. La cizaña es toda yerba mala que impide al trigo -a la semilla buena- crecer libremente en el campo de Dios. Cizaña es todo aquello que significa obstáculo, pecado y vicio en el mundo. La cizaña tiene múltiples rostros y caretas: el odio, la persecución, la calumnia, la división, el engaño, la injusticia, el fraude... Cizaña es toda forma de egoísmo y de soberbia; son las pasiones desordenadas del ser humano, la intriga, la maledicencia, la mentira, el escándalo... Tal vez muchas veces hemos oído la expresión: “no vengas aquí a sembrar cizaña”, y con esa frase pretendemos decir que no queremos divisiones, odios ni malquerencias, intrigas o divisiones que dañen el buen espíritu cristiano de caridad.

La cizaña es todo aquello que nos sirve de tropiezo para llegar a Dios o se opone a Él. Es, en fin, -por decirlo con una sola palabra- el “mysterium iniquitatis” del que hablaba san Agustín: el misterio del mal en el mundo y en el hombre. ¡Y vaya que si es un misterio! ¡Cuántas veces hemos escuchado estas preguntas tan inquietantes como difíciles de responder!: “¿Por qué existe el mal en el mundo, si Dios es tan bueno? ¿Por qué permite el dolor y el sufrimiento humano, sobre todo de los más débiles, los inocentes y desamparados? ¿Por qué las guerras, las injusticias, el odio, la venganza, la prostitución, el abuso de los poderosos?” Y sentimos tal vez indignación o rebeldía interna... y también la tentación de preguntarle a Dios, como los obreros de la parábola: “Pero, ¿no sembraste tú buena semilla en tu campo? ¿De dónde, pues, sale la cizaña?” Y el Señor nos responderá lo mismo que a los obreros: “Un enemigo lo ha hecho... mientras vosotros dormíais”.

Dios no es el culpable de nuestros “pleitos” y fechorías. Es el mismo hombre el culpable de tantos desórdenes y abusos que vemos a cada paso: en las noticias, en la calle, en nuestra propia casa. ¿Ya te enteraste de lo que pasó hace unos días en el Parlamento europeo? ¡Unos cuantos gobiernos de izquierda pretenden imponer por la fuerza a todos los países de la Unión europea la ley del aborto obligatorio y de los anticonceptivos a todas las mujeres y adolescentes sin distinción! ¿No es escandaloso y motivo de rabia? ¡Y qué decir de tantos y tantos otros abusos y excesos en todos los campos: el libertinaje sexual, el subjetivismo y relativismo moral, el indiferentismo o el fanatismo religioso, la imposición de leyes y conductas que violan los derechos humanos, la libertad religiosa y la propia conciencia!.... ¿Por qué todo esto? ¡Ahí está la cizaña sembrada por el enemigo! Sí, mientras nosotros “dormíamos en los laureles”...

Ante este panorama, si somos buenos cristianos, personas con dignidad, con conciencia y con valores, ¡quisiéramos arrancarlo todo de raíz!, ¿no es cierto? Quisiéramos, como Santiago y Juan, “hacer llover fuego del cielo” a todos los que se oponen a Cristo para que los consumiera. Y, sin embargo, Dios, el Dueño del campo, nos dice que no. Que esperemos que crezcan juntos la cizaña y el trigo. Hasta que llegue el día de la siega. ¿Por qué actúa así Dios? Porque Él, en su infinita paciencia y misericordia, no quiere que “fulminemos” a los malos, sino que les demos tiempo. Tal vez también ellos se den cuenta de su error, se arrepientan y se conviertan, como el buen ladrón del Evangelio, aunque sea a la última hora de su vida. A nosotros nos toca ser buenos colaboradores de Dios: tener paciencia como Él, dar tiempo al tiempo, orar también por los que nos persiguen y calumnian -¿se acuerdan de la vergonzosa campaña de calumnias y críticas que varias gentes organizaron contra algunos sacerdotes católicos?....-. Pues Cristo quiere que sepamos perdonar, que les demos buen ejemplo de caridad y que oremos por todos aquellos que pueden ser, de algún modo, “cizaña” para que lleguen a ser trigo bueno en el campo del Señor.