Audiencia
del Santo Padre a los cardenales, los miembros de la Curia Romana y de
la Casa de Gobierno de la Ciudad del Vaticano para la presentación de
los augurios natalicios
Autor: S.S. Benedicto XVI | Fuente: www.zenit.org
En
este final del año, Europa se encuentra en una crisis económica y
financiera que, en última instancia, se funda sobre la crisis ética que
amenaza al Viejo Continente. Aunque no están en discusión algunos
valores como la solidaridad, el compromiso por los demás, la
responsabilidad por los pobres y los que sufren, falta con frecuencia,
sin embargo, la fuerza que los motive, capaz de inducir a las personas y
a los grupos
sociales a renuncias y sacrificios. El conocimiento y la voluntad no
siguen siempre la misma pauta. La voluntad que defiende el interés
personal oscurece el conocimiento, y el conocimiento debilitado no es
capaz de fortalecer la voluntad. Por eso, de esta crisis surgen
preguntas muy fundamentales: ¿Dónde está la luz que pueda iluminar
nuestro conocimiento, no sólo con ideas generales, sino con imperativos
concretos? ¿Dónde está la fuerza que lleva hacia lo alto nuestra
voluntad? Estas son preguntas a las que debe responder nuestro anuncio
del Evangelio, la nueva evangelización, para que el mensaje llegue a ser
acontecimiento, el anuncio se convierta en vida.
En efecto, el
gran tema de este año, como también de los siguientes, es cómo anunciar
el Evangelio. ¿De qué manera la fe, en cuanto fuerza viva y vital, puede
llegar a ser hoy realidad? Todos los acontecimientos eclesiales del
año que está por concluir han estado relacionados en definitiva con este
tema. Se han realizado viajes a Croacia, a España, para la Jornada
Mundial de la Juventud, a mi Patria, Alemania, y finalmente a África,
Benín, para la entrega del documento postsinodal sobre justicia, paz y
reconciliación; un documento del que ha de nacer una realidad concreta
en las diversas Iglesias particulares. Han sido inolvidables también los
viajes a Venecia, a San Marino, a Ancona, para elCongreso Eucarístico, y
a Calabria. Y ha tenido lugar, en fin, la importante jornada del
encuentro entre las religiones y entre las personas en búsqueda de
verdad y de paz en Asís; una jornada concebida como un nuevo impulso en
la peregrinación hacia la verdad y la paz. La institución del Consejo
Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización nos remite
anticipadamente al Sínodo que sobre el mismo tema
tendrá lugar en el próximo año. También tiene que ver con ello el Año de
la Fe, en recuerdo del comienzo del Concilio, hace cincuenta años. Cada
uno de estos acontecimientos ha tenido su propio matiz. En Alemania, el
país de origen de la Reforma, la cuestión ecuménica, con todas sus
dificultades y esperanzas, ha tenido naturalmente una importancia
particular. Indisolublemente unida a esto, hay siempre en el centro de
las discusiones una pregunta: ¿Qué es una reforma de la Iglesia? ¿Cómo
sucede? ¿Cuáles son sus caminos y sus objetivos? No sólo los fieles
creyentes, sino también otros ajenos, observan con preocupación cómo los
que van regularmente a la iglesia son cada vez más ancianos y su número
disminuye continuamente; cómo hay un estancamiento de las vocaciones al
sacerdocio; cómo crecen el escepticismo y la incredulidad.
¿Qué debemos hacer entonces? Hay una infinidad de discusiones sobre lo
que se debe hacer para invertir la tendencia. Y, ciertamente, es
necesario hacer muchas cosas. Pero el hacer, por sí solo, no resuelve el
problema. El núcleo de la crisis de la Iglesia en Europa es la crisis
de fe. Si no encontramos una respuesta para ella, si la fe no adquiere
nueva vitalidad, con una convicción profunda y una fuerza real gracias
al encuentro con Jesucristo, todas las demás reformas serán ineficaces.
En
este sentido, el encuentro en África con la gozosa pasión por la fe ha
sido de gran aliento. Allí no se percibía ninguna señal del cansancio de
la fe, tan difundido entre nosotros, ningún tedio de ser cristianos,
como se percibe cada vez más en nosotros. Con tantos problemas,
sufrimientos y penas como hay ciertamente en África, siempre se
experimentaba sin embargo la alegría de
ser cristianos, de estar sostenidos por la felicidad interior de conocer
a Cristo y de pertenecer a su Iglesia. De esta alegría nacen también
las energías para servir a Cristo en las situaciones agobiantes de
sufrimiento humano, para ponerse a su disposición, sin replegarse en el
propio bienestar. Encontrar esta fe dispuesta al sacrificio, y
precisamente alegre en ello, es una gran medicina contra el cansancio de
ser cristianos que experimentamos en Europa.
La magnífica
experiencia de la Jornada Mundial de la Juventud, en Madrid, ha sido
también una medicina contra el cansancio de creer. Ha sido una nueva
evangelización vivida. Cada vez con más claridad se perfila en las
Jornadas Mundiales de la Juventud un modo nuevo, rejuvenecido, de ser
cristiano, que quisiera intentar caracterizar en cinco puntos.
1.
Primero, hay una nueva experiencia de la catolicidad, la universalidad
de la Iglesia. Esto es lo que ha
impresionado de inmediato a los jóvenes y a todos los presentes: venimos
de todos los continentes y, aunque nunca nos hemos visto antes, nos
conocemos. Hablamos lenguas diversas y tenemos diferentes hábitos de
vida, diferentes formas culturales y, sin embargo, nos encontramos de
inmediato unidos, juntos como una gran familia. Se relativiza la
separación y la diversidad exterior. Todos quedamos tocados por el único
Señor Jesucristo, en el cual se nos ha manifestado el verdadero ser del
hombre y, a la vez, el rostro mismo de Dios. Nuestras oraciones son las
mismas. En virtud del encuentro interior con Jesucristo, hemos recibido
en nuestro interior la misma formación de la razón, de la voluntad y
del corazón. Y, en fin, la liturgia común constituye una especie de
patria del corazón y nos une en una gran familia. El hecho de que todos
los seres humanos sean hermanos y hermanas no es sólo una idea, sino que
aquí se convierte en una experiencia real y común que produce alegría.
Y, así, hemos comprendido también de manera muy concreta que, no
obstante todas las fatigas y la oscuridad, es hermoso pertenecer a la
Iglesia universal, a la Iglesia católica, que el Señor nos ha dado.
2.
De aquí nace después un modo nuevo de vivir el ser hombres, el ser
cristianos. Una de las experiencias más importantes de aquellos días ha
sido para mí el encuentro con los voluntarios de la Jornada Mundial de
la Juventud: eran alrededor de 20.000 jóvenes que, sin excepción, habían
puesto a disposición semanas o meses de su vida para colaborar en los
preparativos técnicos, organizativos y de contenido de la JMJ, y
precisamente así habían hecho posible el desarrollo ordenado de todo el
conjunto. Al dar su tiempo, el hombre da siempre una parte de la propia
vida. Al final,
estos jóvenes estaban visible y «tangiblemente» llenos de una gran
sensación de felicidad: su tiempo que habían entregado tenía un sentido;
precisamente en el dar su tiempo y su fuerza laboral habían encontrado
el tiempo, la vida. Y entonces, algo fundamental se me ha hecho
evidente: estos jóvenes habían ofrecido en la fe un trozo de vida, no
porque se les había mandado o porque con ello se ganaba el cielo; ni
siquiera porque así se evita el peligro del infierno. No lo habían hecho
porque querían ser perfectos. No miraban atrás, a sí mismos. Me vino a
la mente la imagen de la mujer de Lot que, mirando hacia atrás, se
convirtió en una estatua de sal. Cuántas veces la vida de los cristianos
se caracteriza por mirar sobre todo a sí mismos; hacen el bien, por
decirlo así, para sí mismos. Y qué grande es la tentación de todos los
hombres de preocuparse sobre todo de sí mismos, de mirar hacia atrás a
sí mismos, convirtiéndose así interiormente en algo vacío, «estatuas de
sal». Aquí, en cambio, no se trataba de perfeccionarse a sí mismos o de
querer tener la propia vida para sí mismos. Estos jóvenes han hecho el
bien -aun cuando ese hacer haya sido costoso, aunque haya supuesto
sacrificios- simplemente porque hacer el bien es algo hermoso, es
hermoso ser para los demás. Sólo se necesita atreverse a dar el salto.
Todo eso ha estado precedido por el encuentro con Jesucristo, un
encuentro que enciende en nosotros el amor por Dios y por los demás, y
nos libera de la búsqueda de nuestro propio «yo». Una oración atribuida a
san Francisco Javier dice: «Hago el bien no porque a cambio entraré en
el cielo y ni siquiera porque, de lo contrario, me podrías enviar al
infierno.
Lo hago porque Tú eres Tú, mi Rey y mi Señor». También en África
encontré esta misma actitud, por ejemplo en las religiosas de Madre
Teresa que cuidan de los niños abandonados, enfermos, pobres y que
sufren, sin preguntarse por sí mismas y, precisamente así, se hacen
interiormente ricas y libres. Esta es la actitud propiamente cristiana.
También ha sido inolvidable para mí el encuentro con los jóvenes
discapacitados en la fundación San José, de Madrid, encontré de nuevo la
misma generosidad de ponerse a disposición de los demás; una
generosidad en el darse que, en definitiva, nace del encuentro con
Cristo que se ha entregado a sí mismo por nosotros.
3. Un tercer
elemento, que de manera cada vez más natural y central forma parte de
las Jornadas Mundiales de la Juventud, y de la espiritualidad que
proviene de ellas, es la adoración.
Fue inolvidable para mí, durante mi viaje en el Reino Unido, el momento
en Hyde Park, en que decenas de miles de personas, en su mayoría
jóvenes, respondieron con un intenso silencio a la presencia del Señor
en el Santísimo Sacramento, adorándolo. Lo mismo sucedió, de modo más
reducido, en Zagreb, y de nuevo en Madrid, tras el temporal que
amenazaba con estropear todo el encuentro nocturno, al no funcionar los
micrófonos. Dios es omnipresente, sí. Pero la presencia corpórea de
Cristo resucitado es otra cosa, algo nuevo. El Resucitado viene en medio
de nosotros. Y entonces no podemos sino decir con el apóstol Tomás:
«Señor mío y Dios mío». La adoración es ante todo un acto de fe: el acto
de fe como tal. Dios no es una hipótesis cualquiera, posible o
imposible, sobre el origen del universo. Él está allí. Y si él
está presente, yo me inclino ante él. Entonces, razón, voluntad y
corazón se abren hacia él, a partir de él. En Cristo resucitado está
presente el Dios que se ha hecho hombre, que sufrió por nosotros porque
nos ama. Entramos en esta certeza del amor corpóreo de Dios por
nosotros, y lo hacemos amando con él. Esto es adoración, y esto marcará
después mi vida. Sólo así puedo celebrar también la Eucaristía de modo
adecuado y recibir rectamente el Cuerpo del Señor.
4. Otro
elemento importante de las Jornadas Mundiales de la Juventud es la
presencia del Sacramento de la Penitencia que, de modo cada vez más
natural, forma parte del conjunto. Con eso reconocemos que tenemos
continuamente necesidad de perdón y que perdón significa
responsabilidad. Existe en el hombre, proveniente del Creador, la
disponibilidad a amar y la capacidad de
responder a Dios en la fe. Pero, proveniente de la historia pecaminosa
del hombre (la doctrina de la Iglesia habla del pecado original), existe
también la tendencia contraria al amor: la tendencia al egoísmo, al
encerrarse en sí mismo, más aún, al mal. Mi alma se mancha una y otra
vez por esta fuerza de gravedad que hay en mí, que me atrae hacia abajo.
Por eso necesitamos la humildad que siempre pide de nuevo perdón a
Dios; que se deja purificar y que despierta en nosotros la fuerza
contraria, la fuerza positiva del Creador, que nos atrae hacia lo alto.
5.
Finalmente, como última característica que no hay que descuidar en la
espiritualidad de las Jornadas Mundiales de la Juventud, quisiera
mencionar la alegría. ¿De dónde viene? ¿Cómo se explica? Seguramente hay
muchos factores que intervienen a la vez. Pero, según mi parecer, lo
decisivo es la certeza que proviene de la fe:
yo soy amado. Tengo un cometido en la historia. Soy aceptado, soy
querido. Josef Pieper, en su libro sobre el amor, ha mostrado que el
hombre puede aceptarse a sí mismo sólo si es aceptado por algún otro.
Tiene necesidad de que haya otro que le diga, y no sólo de palabra: «Es
bueno que tú existas». Sólo a partir de un «tú», el «yo» puede
encontrarse a sí mismo. Sólo si es aceptado, el «yo» puede aceptarse a
sí mismo. Quien no es amado ni siquiera puede amarse a sí mismo. Este
ser acogido proviene sobre todo de otra persona. Pero toda acogida
humana es frágil. A fin de cuentas, tenemos necesidad de una acogida
incondicionada. Sólo si Dios me acoge, y estoy seguro de ello, sabré
definitivamente: «Es bueno que yo exista». Es bueno ser una persona
humana. Allí donde falta la percepción del hombre de ser acogido por
parte de Dios, de ser amado por él, la pregunta sobre si es
verdaderamente bueno existir como persona humana, ya no encuentra
respuesta alguna. La duda acerca de la existencia humana se hace cada
vez más insuperable. Cuando llega a ser dominante la duda sobre Dios,
surge inevitablemente la duda sobre el mismo ser hombres. Hoy vemos cómo
esta duda se difunde. Lo vemos en la falta de alegría, en la tristeza
interior que se puede leer en tantos rostros humanos. Sólo la fe me da
la certeza: «Es bueno que yo exista». Es bueno existir como persona
humana, incluso en tiempos difíciles. La fe alegra desde dentro. Ésta es
una de las experiencias maravillosas de las Jornadas Mundiales de la
Juventud.
Nos llevaría muy lejos hablar ahora también del
encuentro de Asís de manera detallada, como merecería la importancia del
acontecimiento. Agradezcamos sencillamente a Dios porque nosotros
--representantes de las religiones del mundo y también representantes
del pensamiento en búsqueda de la verdad- pudimos encontrarnos aquel día
en un clima de amistad y de respeto recíproco, en el amor por la verdad
y en la responsabilidad común por la paz. Podemos esperar que de este
encuentro haya nacido una nueva disponibilidad para servir la paz, la
reconciliación y la justicia.
Por último, quisiera agradecer de
corazón a todos vosotros por el apoyo para llevar adelante la misión que
el Señor nos ha confiado como testigos de su verdad, y os deseo a todos
la alegría que Dios, en la encarnación de su Hijo, nos ha querido dar.
Feliz Navidad a todos vosotros. Gracias.